Actualizado 29/03/2017 21:36

48 años del mítico salto del siglo de Bob Beamon

   CIUDAD DE MÉXICO, 18 Oct. (Notimérica) -

   Todo el mundo sabe que la vida de un deportista se basa en entrenar cada día para llegar a ser el mejor en su disciplina. Los años de entrenamientos deben conseguir los resultados en unos pocos segundos. Unos segundos que pueden permitirte pasar a la historia o simplemente ser un deportista más. Pero en ocasiones la vida nos deja momentos mágicos y sorprendentes como el salto de longitud del estadounidense de origen africano Bob Beamon en los Juegos Olímpicos de México de 1968, en el que la hazaña deportiva tuvo algo de iluminación. De irrupción inefable, como los milagros.

   El 18 de octubre de 1968, el cielo de México estaba eléctrico, con unas nubes deseosas de descargar su energía contra el estadio azteca anticipaba lo que estaba por venir, un momento para la historia, en unas condiciones inmejorables. Beamon pisaba el tartán junto a los plusmarquistas mundiales el estadounidense Ralph Boston y el soviético Igor Ter-Ovanessian. Junto a ellos, el campeón olímpico y de Europa, el británico Lynn Davies.

   A los 20 años, Beamon saltaba 8,33 metros y llegó a México tras haber ganado 22 de las 23 competencias en las que se presentó. Su biografía deportiva era ejemplar, pero no lo convertía en favorito, ni mucho menos, para imponerse en los Juegos Olímpicos de México.

   Con el estadio situado a 2.246 metros de altura respecto al nivel del mar, que permitía a los saltadores obtener una menor densidad del aire y beneficiarse de una menor resistencia a la hora de correr y saltar, se produjo uno de los momentos más impactantes de la historia del atletismo.

   A las 15.46 (hora local), con un viento de dos metros por segundo, el espigado atleta, pantalón blanco y dorsal 254 sobre camiseta azul marino, inició la zancada, piernas fibrosas, acometida veloz, batida perfecta, vuelo imponente, pedaleo eterno y la arena por fin. Seis segundos. Ese fue el tiempo que tardó Beamon en reescribir los libros de historia. 19 zancadas después, guiado por el viento y tras alcanzar su punto más alto de vuelo en los 1,97 metros, el atleta salía de la arena haciendo el salto de la rana, con la mente en blanco, totalmente inconsciente del hito que acababa de conseguir.

   La marca final se hacía esperar. En esos Juegos Olímpicos se estrenaba un avance tecnológico basado en un medidor óptico que no alcanzaba la longitud suficiente para registrar la marca de Beamon, por lo que se tuvo que recurrir a la fórmula tradicional, la cinta métrica, por lo que el resultado no fue inmediato. Finalmente el estadio estalló en un grito de asombro. 8,90 metros, más de medio metro por encima del récord anterior (8,35 metros) considerado por la revista 'Sport Illustrated' como una de las cinco mayores proezas deportivas de la historia del siglo XX.

EL SALTO DEL SIGLO

    Considerado el salto del siglo, Beamon aún no conocía su impacto, ya que no tenía la habilidad para convertir los pies (escala americana) al sistema métrico internacional. Cuando conoció su proeza el atleta norteamericano comenzó a bailar para después entrar en estado de shock, preso de alegría e incredulidad, acto seguido sus piernas se tambalearon como gelatina, desplomándose sobre la pista con las manos en el rostro.

   Sin duda, fue un momento mágico para Beamon. En competiciones posteriores, ni él mismo puedo acercarse de nuevo a esa marca y sus siguientes saltos no pasaron de los 8,22 metros. El récord permaneció en los libros durante 23 años, hasta que Mike Powell estableció la nueva marca de 8.95 metros en el Campeonato Mundial de Atletismo disputado en 1991, en Tokio. No obstante, el de Beamon sigue siendo todavía el actual récord olímpico de salto de longitud.