Actualizado 07/04/2016 17:22

¿Quién mató a Berta Cáceres? La historia de un problema estructural

An activist holds a photos of slain environmental rights activist Berta Caceres
OSWALDO RIVAS / REUTERS

   Por Rodrigo Escribano Roca, Investigador del Instituto Universitario de Estudios Latinoamericanos (IELAT), Universidad de Alcalá (UAH).

   MADRID, 6 Abr. (Notimérica)

   Algunos dicen que fueron 2, otros han afirmado que fueron hasta 11 asesinos. El 3 de marzo unos hombres sin identificar entraron en una casa de La Esperanza, en el departamento de Intibucá, Honduras. Allí dispararon hasta cuatro veces sobre el cuerpo de la reputada activista Berta Cáceres, que murió en el acto. Las autoridades hondureñas rápidamente achacaron el delito a un intento de robo con violencia, pero desde el entorno de la ambientalista afirman que detrás de su muerte se encuentran los oscuros intereses de quienes se veían amenazados por su defensa de los derechos humanos y ambientales. Solo unos días después, su compañero Nelson Noé García Laínez fue asesinado en el contexto de una protesta contra un desalojo policial en el distrito de Cortés. Mientras la versión de las autoridades es que fue asesinado por un delincuente común, testigos y colaboradores afirman que fue ejecutado en el transcurso del desalojo, por la propia policía militar.

   Llegados a este punto, podríamos centrarnos en la escalofriante crónica de ambos crímenes, en tratar de dilucidar quiénes fueron realmente los asesinos o en esclarecer sin éxito los huidizos detalles que mantienen a la expectativa a la comunidad internacional y a las organizaciones de derechos humanos. Entre ellos, la sospechosa retención por parte del gobierno del único testigo de la muerte de Cáceres, el también activista Gustavo Castro Soto. Sin embargo, mientras el gobierno de Juan Orlando Hernández mantenga su falta sistemática de transparencia no parece posible resolver la intrincada trama que rodea los asesinatos. Lo que sí es posible es verlos en su contexto amplio: como expresiones dramáticas de males estructurales que afectan a Honduras y al conjunto de América Latina. Males que tienen como trasfondo la inoperancia endémica del Estado de Derecho. Así, parece necesario indicar que el asesinato de Berta Cáceres (al igual que el de su compañero) - puede servir para visibilizar las profundas problemáticas que emanan de la ausencia de derechos civiles, de la corrupción sistémica, de la impunidad y de los enfrentamientos entre los intereses económicos de ciertos grupos de poder y las comunidades y sectores sociales que dependen de la preservación legal de su medio económico y ambiental.

   Pongamos, por tanto, la historia en su contexto. Berta Cáceres, de etnia Lenca, era cofundadora y coordinadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), organización sin ánimo de lucro que desde 1993 ha desplegado una importante actividad en defensa del medioambiente y de los derechos a la tierra de las comunidades étnicas y campesinas de Honduras.

   El último y más sonado conflicto en que la activista se había implicado era el provocado por el todavía activo proceso de construcción de la presa hidroeléctrica de Agua Zarca, en el rio Gualcarque. Desde 2011 la COPIHN iniciaba una campaña de cara a abrir un proceso de consulta sobre la construcción de esta presa, cuya instalación supone el desplazamiento de la comunidad lenca de Río Blanco de su territorio. La movilización impulsada por los activistas y por la comunidad local protestaba contra las concesiones a las empresas que realiza la Ley General de Aguas, aprobada por el gobernante Partido Nacional tras el derrocamiento de José Manuel Zelaya en 2009. Ésta ley consiste en la liberalización de la concesión sobre recursos hídricos y favorece el desarrollo de proyectos hidroeléctricos sobre áreas anteriormente protegidas.

   La campaña de movilizaciones y presiones internacionales liderada por Cáceres tenía como fin frenar este proyecto que, desarrollado por la constructora local DESA, cuenta con respaldo empresarial y financiero a nivel internacional. La COPIHN ya había logrado que la Corporación Financiera Internacional (institución perteneciente al Banco Mundial que se dedica a actividades de financiación privada para el desarrollo) y Sinohydro, una empresa estatal china, se retirasen del proyecto. Las presiones humanitarias estaban además planteando dudas en otros inversores y participantes internacionales como el Fondo Finlandés de Cooperación Industrial, el FMO (banco holandés de desarrollo) y las compañías alemanas Siemens y Voith.

   Lo más molesto para DESA era, seguramente, el apoyo internacional con que contaba la activista, que en abril de 2015 había recibido el premio Goldman de Medio Ambiente. Asimismo, la actividad de Cáceres había sido repetidamente defendida por Amnistía Internacional, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y por diversas ONGs. En medio de este conflicto, muchos afirman que la de Berta Cáceres era la crónica de una muerte anunciada. Ya en 2013 la activista declaraba que ella, su madre anciana y sus hijos estaban siendo víctimas de increpaciones y amenazas de violencia sexual, secuestro y muerte. Según las declaraciones realizadas por Cáceres a Global Witness, los autores de las extorsiones eran los guardas de seguridad privada de la presa, la policía y el ejército (que en el actual contexto de militarización policial en el país ejercen funciones de seguridad pública). Esta particular combinación de intereses económicos, violencias y corrupciones parece planear sobre la muerte de Cáceres. Pero el suyo es, como decíamos, solo un caso entre muchos otros.

   Según el conocido informe "How Many More?" emitido precisamente por la ONG Global Wittness, de un total de 116 activistas asesinados en el mundo a lo largo de 2014, 87 lo fueron en América Latina. En el periodo que media entre 2002 y 2014, Brasil se sitúa a la cabeza, con 477 muertes. Sin embargo, Honduras tiene el mayor ratio de homicidios per cápita, con un total de 111 activistas muertos entre 2002 y 2014.

Por si fuera poco, los activistas no son el único colectivo duramente golpeado. Si atendemos a los datos del Committee to Protect Journalist, durante la década de los 90 se habrían dado un total de 82 muertes violentas de periodistas en América Latina, rozando los niveles de áreas de conflicto bélico como Oriente Medio. Asimismo, según las cifras facilitadas por la Federación de Periodistas de América Latina y el Caribe (FEPALC) entre el año 2000 y 2007 dichas cifras aumentaron hasta llegar a 110 muertes. En el año 2015 se ha llegado a 24 asesinatos de profesionales de la prensa en la región.

En Honduras, según el más reciente informe publicado por la Freedom House, desde el “golpe” de 2009 se han violado sistemáticamente las garantías de libertad de prensa, con continuas presiones , bloqueos e incluso asaltos a radios y televisiones. Asimismo, el 95 % de los crímenes contra periodistas quedan impunes. En este contexto, son muchas las organizaciones que denuncian la impunidad y la tendencia de las autoridades a descartar los móviles profesionales para vincular los homicidios con crímenes pasionales o de delincuencia común.

Ante estos testimonios no sería disparatado recurrir a la categoría de “democracia iliberal” del politólogo latinoamericanista Peter Smith. Según este, existen en la región regímenes políticos en los cuales, a pesar de existir procesos electorales normalizados, se vulneran sistemáticamente las libertades civiles. Las muertes de Berta Cáceres y de Nelson García nos descubren que el fin de los regímenes dictatoriales en la década de los 80 no trajo la consagración de la libertad de expresión ni la seguridad jurídica exigible en un genuino estado democrático. La manifiesta existencia de grupos de poder dominantes que se valen de gobiernos fuertes y de unas instituciones borrosas y cautivas requiere de respuestas más contundentes por parte de la comunidad internacional. En la muerte de Berta Cáceres se puede rastrear otra muerte más terrible: la de una democracia representativa que ni siquiera ha terminado de nacer. El recuerdo de la activista y el de todas las víctimas de la violencia endémica de la región reclama repensar qué democracia se desea en América Latina y, en particular, en una golpeada Honduras.